Jaime Campusano Troncoso (1945), profesor y periodista, vuelve después de tres años sin publicar con su primera obra narrativa: una novela compuesta por múltiples cuentos que, sin ser rompecabezas, el lector debe armar a través de una lectura pausada.
Fruto de estallidos, pandemia, miedo y un interrumpido cargo en una embajada europea, creó para matar el ocio: “Un jacarandá y el último dragón de arena”, un bric a brac de mundos reales y ficticios con su Iquique natal por espacio; su variopinta e insospechada familia como personajes; por tiempo, dos fracciones de décadas de su infancia y preadolescencia y, por acciones: todo lo que oyó en su barrio y otros barrios, acomodando mágicamente, con memoria y valentía: mitos y tabúes simples de degradar.
Con Ediciones Mar del Plata esta es la quinta vez que nos deposita su confianza, antes lo hizo con: “Groserías y Palabrotas”, “Diccionario de Shilenismos”, “COA, jerga de las cárceles chilenas” y “Diccionario Toponímico Mapuche”. En otras empresas publicó 43 obras gramaticales, lingüísticas, crónicas y ensayos.
Licenciado en Educación y Comunicación, Magíster y Doctor en la Universidad de Sevilla, Jaime ha sido docente en varios colegios y universidades chilenas, pero UNIACC permanece aún inolvidable en su orgullo como formador de múltiples generaciones de comunicadores. El Profe Campusano fue durante años panelista en radios y personaje de la Televisión chilena, por un tiempo también se dedicó a hacer prensa escrita. Tras la lectura de “Un jacarandá y el último dragón de arena”, le auguramos un nuevo y amplio éxito.
Ediciones Mar del Plata
Prólogo:
No basta con ser iquiqueño antiguo; al decirlo, además debes especificar que procedes de algún barrio, por ejemplo: de Orella arriba, de la Plaza tanto, del centro, del sector del hospital, de Cavancha, del Colorado, del Morro, etcétera.
Yo nací el ’45 en Amunátegui con Unión, de niño jugué con Aldo Chirinos, su mamá tenía los ojos más bonitos que he visto en mi vida, me gustaba la Emperatriz Concha, también eran figuras del barrio los González, cuyo padre trabajaba en el hospital, los Montaño y don Facundo el viejito de las verduras. El año ‘50 mi familia toda se cambió (en Iquique no se usa “se mudó”) a Arturo Fernández entre Zegers y Latorre cuando el actual Agro y sus alrededores eran quintas como pequeños oasis o parches cuadrados de un verde esponjoso, los estanques de agua potable (?) que surtían al puerto, se veían desde todos lados, la futura Zofri era ocupada por la industria pesquera, por la apartada Siberia, el Cementerio dos y un club llamado Iquitados donde Manolo Astorga atajaba toda ilusión contraria. Hacia el otro lado, al sur: un aeródromo, el estadio, un polígono, un derruido frigorífico y lugares de actividades pesqueras que daban marco sur al abandono y la desesperanza de un Iquique con escasez de todo donde nada más sobraba: cesantía, sueños incumplidos y un pasado glorioso, tanto histórico como productivo, que no alcanzaba para disimular el nulo surgimiento de los años ‘50.
La política olía a azufre, a radicalismo afiambrado, a atmósfera gris atizada por González Videla y su cohorte lúdica digna de la Revista Topaze, un pasquín con caricaturas de gobernantes que ojeábamos y hojeábamos semana por medio en la peluquería del japonés Tanaka en calle Juan Martínez frente a una tienda de nombre confuso: Mi Casa.
Mis primeras colas por un octavo de aceite y medio kilo de harina, fueron con Ibáñez del Campo. En casa, la abuela hablaba de la “carestía de la vida”, la metáfora menos poética que tiene la miseria.
Producto de un fallido esfuerzo aspiracional de mis padres, que intentaron que yo estudiase en el Trinity College, deambulé con posterioridad por el Don Bosco hasta llegar a la inolvidable Escuela N° 1 Domingo Santa María y de ahí al Liceo.
Mi primer encuentro con el delito fue el año ’58; en tal ocasión me detuvieron, junto a otros tres más grandes que yo, por “pegar afiches a favor de un tal Bossay en paredes no autorizadas para dicho fin”. El “trabajo” lo había pagado Juan Papic Ramos, un radical sin triunfos políticos en ningún palmarés.
-Yo sólo llevaba el tarro del engrudo- le dije a mi papá, para aminorar el castigo, cuando me fue a sacar, cerca de las diez de la noche, de la Comisaría.
Al tiempo, Alessandri (el Paleta) surgía como la salvación; en el intertanto, mi infancia devino en adolescencia y el mismísimo verano del 1961 emigramos, con camas y petacas a la Capital.
Santiago lejano nos obnubilaba y llenaba de esperanza la tristeza provinciana de entonces. Nos esperaba otra posibilidad de vida, otro paisaje, otro clima, otra gente diferente e indiferente. Atrás quedó la década eje y clave de mi existencia, un universo que, en desmedro de sólida realidad, tuve la insólita oportunidad de llenarlo con imaginación, seres y vida inventadas, receta que aún remece mis recuerdos cada vez que vuelvo a la Tierra de Campeones (mi Macondo seco de pino oregón apolillado), y paso por el viejo barrio, hoy con gente nueva, distinta. In situ, evoco la dicha de ser el trashumante, no sé aún si feliz, que retorna en cuerpo y alma a Arturo Fernández entre Zegers y Latorre.
ARGUMENTO
En noviembre de 1943, Rita Jurado de Troncoso, una matrona egresada de la Universidad de Chile de Valparaíso, fue asesinada por dos pintores de brocha gorda en su casa -llamada por la socialité de la época- La Casa del Jacarandá por el frondoso árbol que daba sombra a la esquina norponiente de Thompson y Arturo Fernández, un barrio que en décadas posteriores se llenó de prostíbulos.
Tras un juicio viciado, la justicia presionada por una socialité decadente, condenó a Walkirio y Sigfrido Rojas a 20 y 10 años de cárcel respectivamente. El primero cumplió su condena, el otro fue asesinado en la cárcel de Aníbal Pinto por una mafia coquera interna gobernada por un boliviano influyente.
Sigfrido, emigró a Perú y fue un enigmático asesino en serie de crímenes cargados de ginofobia.
Una mañana despertó con la palabra IQUIQUE en su mente y planificó su magno regreso a su puerto natal sólo con la idea de matar selectivamente a una conocida obstetra, acto que realizó con una perfecta puñalada que atravesó la butaca mientras Rosita y Onolfa veían Psicosis en el antiguo cine Coliseo.
Esta columna narrativa policial se funde paralela y cronológicamente con personajes satélites vividos o imaginados por el autor: su infancia y su preadolescencia ligados a la familia variopinta, perversa e indiferente que no eligió.